Ocultos están los santos de
Dios;
No hay alto signo angélico que
los atestigüe;
Ni vestes delicadas, ni
imperiales
Cetros de oro que los señalen
Como ministros divinos.
No es suyo sino el aire sin
dueño,
La hierba de la tierra madre,
Y el benévolo sonreír del sol;
Cristo erige su trono en el
corazón secreto,
Lejos del mundo arrogante.
Ellos resplandecen en medio de
la noche;
Nieblas heladas se arrastran
enturbiando
El rayo del cielo;
La fama celebra el tiempo, la
vieja historia
Amaña su luz remedando el día
En vano.
El aspecto grave, la voz fuerte
y el poder
De la razón forjando su
consabida senda.
Ciegos personajes! No nos
ayudan a encontrar a Cristo
Y a su estirpe principesca.
Sin embargo, no están del todo
ocultos
Para aquellos que procuran ver;
Bajo su empañado aparecer de
tierra
Sin saberlo hacen brillar
destellos
Que revelan su origen forjado
en el cielo.
Mansedumbre, amor, paciencia,
la serena
Confianza de la fe, y el
alumbrado
Gozo del alma que dispone
La danza remansada
Del corazón que prueba su poder
sobre sí mismo
En la hora del orgullo.
Estos son los pocos escogidos,
El fruto remanente de la gracia
Esparcida con largueza.
Dios siembra en el desierto
Para cosechar a quienes
conociera
Entre la fría raza de los
hombres;
Sabiendo de perversas
voluntades
En su claro ver de tiempo
Y espacio sin fronteras
Espera, con la pobre respuesta
a los tesoros
Regalados, llenar los tronos en
el cielo.
¡Señor! ¿Quién puede sino Tú
desentrañar
La contienda oscura entre el
hechizo
Del pecado que esclaviza el
alma
Y tu Espíritu afilado, que se
apaga y que revive?
¿O quién puede decir
Por qué el sello del perdón se
fija
Seguro en la frente de David,
Por qué cayeron Dimas y Saúl?
Oh, para que nuestros corazones
frágiles
No se quiebren al templarse
Socórrenos por tu misericordia!
Horsepath Septiembre de 1829
Traducción
de Jorge N. Ferro