la noche
entraba en agonía.
Fue una
agonía decorosa,
sin lamentos
ni despedidas.
Por la
gran alcoba del mundo
las sombras
iban y venían,
con ese
aire sin esperanza
que dan
las cosas presentidas.
Afuera
estaban las estrellas
-como
quien dice las vecinas-
dando
señales del desvelo
en sus
pupilas amarillas
y el
viento, errando como un perro
por la
ciudad descomedida,
acentuaba
la moribunda
desolación
de las esquinas.
De pronto,
vimos que la noche
se quedaba
inmóvil y fija
como
si un frío le clavara
su cuchilla
definitiva.
Y filtró
la luz de la muerte
por las
rendijas de la vida
mientras
las sombras silenciosas
iban
cayendo de rodillas.
De este
modo murió la noche,
antes
de que llegara el día.
Fue una
muerte con señorío,
una muerte
casi magnífica.
En la
penumbra del cadáver
la lividez
se repartía,
como
una lenta inundación
de primavera
y de neblina.
Eso fue
todo. Una agonía
sin lamentos
ni despedidas.
Sólo
en el canto de los gallos
la tristeza
se conocía.
Cuando
las últimas estrellas
estaban
casi consumidas,
vimos
pasar la madrugada
como
una vieja que va a misa.
JUAN
OSCAR PONFERRADA