Dios es Ser
infinito, Verdad infinita, Bondad infinita, infinitamente justo e infinitamente
misericordioso. Así enseña su Iglesia y la idea es grandiosa y hermosa, así no
tengo objeción. Pero entonces aprendo que su Iglesia también enseña que por un
pecado mortal solo, el alma puede ser condenada para toda la eternidad a
rigurosos y crueles sufrimientos más allá de toda imaginación, y eso no es tan
agradable. Comienzo a objetar.
Por ejemplo, nunca
fui consultado antes que mis padres decidieran traerme a la existencia ni fui
consultado sobre los términos del contrato, por así decirlo, de mi existencia.
Si hubiera sido consultado, bien hubiera podido objetar tan extrema alternativa
entre inimaginable gloria e inimaginable tormento tal como lo enseña la
Iglesia, ambos sin fin. Habría podido aceptar un “contrato” más moderado por el
cual a cambio de un Cielo acortado hubiera enfrentado el riesgo de solamente un
abreviado Infierno, pero no fui consultado. Una perpetuidad de ambos me parece
estar fuera de toda proporción con respecto a esta breve vida mía en la tierra:
10, 20, 50, aún 90 años, hoy están aquí, mañana idos. Toda carne es como hierba
verde –“que a la mañana está en flor y crece, y a la tarde es cortada y se
seca” (Sal. LXXXIX, 6). Si sigo esta línea de pensamiento, Dios me parece tan
injusto que seriamente me pregunto si en verdad existe.
El problema nos
obliga a reflexionar. Supongamos que Dios en verdad sí existe, que El es tan
justo como su Iglesia dice que El lo es, que es injusto imponer sobre
cualquiera una pesada carga sin el consentimiento de esa persona, que esta vida
es breve, una mera bocanada de humo comparada con lo que la eternidad debe ser,
que nadie puede en justicia ser punible de un terrible castigo si él no estaba
consciente de estar cometiendo un terrible crimen. Entonces, ¿cómo puede ser justo
el supuesto Dios? Si El es justo, entonces lógicamente cada alma que alcanza la
edad de razonar debe vivir lo suficiente al menos como para conocer la elección
para la eternidad que ella está haciendo, y la importancia de tal elección. Sin
embargo ¿cómo es eso posible, por ejemplo en el mundo de hoy, donde Dios está
tan universalmente abandonado y desconocido en la vida de los individuos, las
familias y los Estados?
La respuesta sólo
puede ser que Dios viene antes que individuos, familias y Estados, y que El
“habla” dentro de cada alma previamente a todos los seres humanos e
independientemente de ellos, de manera que aún un alma cuya educación religiosa
ha sido nula y sin valor, está consciente que está haciendo una elección cada
día de su vida, que ella sola está haciendo esa elección para sí misma y que
esa elección tiene consecuencias enormes. Pero nuevamente ¿cómo es eso posible
dada la impiedad de un mundo que nos rodea por todos lados, tal como es el
nuestro de hoy día?
Porque el “habla”
de Dios a las almas es mucho más profundo, mas constante, más presente y más
atrayente de lo que puede ser el habla de cualquier ser o seres humanos. El
solo creó nuestra alma. El continuará creándola durante cada momento de su
existencia sin fin. Por consiguiente El está a cada momento más cercano a ella
de lo que puedan estar incluso sus padres que simplemente compusieron su cuerpo
– a partir de elementos materiales mantenidos en existencia por Dios solo.
Y la bondad de Dios
está igualmente detrás y dentro y debajo de cada buena cosa que el alma
disfrutará alguna vez en esta vida, y el alma está profundamente consciente que
todas estas buenas cosas son meros derivados de la infinita bondad de Dios.
“Calla”, le dijo San Ignacio de Loyola a una diminuta flor, “Sé de quién estás
hablando”. La sonrisa de un pequeño niño, el diario esplendor de la naturaleza
durante todos los tiempos del día, la música, las nubes que presentan siempre
una obra maestra de pintura, y otras creaturas sin fin –aún amadas con un
profundo amor, estas cosas le dicen al alma que hay algo mucho más o– Alguien.
“En Ti, Yahvé, me
refugio; no quede yo nunca confundido” (Sal. XXX, 2)
Kyrie eleison.
Mons. Richard
Williamson, “Comentarios Eleison”, Nº
255, 2 de Junio de 2012.