I
Con frecuencia
se ha comparado la vida con un viaje; no por ser añeja, ha dejado la
comparación de ser justa.
La ilusión del
deseo siéntese viajando más que en cualesquiera otras ocasiones. Durante el
viaje, el hombre que desea y reflexiona acerca de su deseo, cae, si quiere, en
flagrante delito de ilusión.
Estando en
París, no se quisiera, ni aun cuando fuese cosa posible, suprimir el camino y
llegar sin viaje al término del viaje. Se quiere, como la paloma de la
Fontaine, ver...
¿Ver, qué?
No sé nada de
eso, ni vosotros tampoco.
Si una cosa
existiera acá abajo que valiese de por sí la pena de ser buscada por sí misma,
esa cosa dispensaría de buscar otras y pondría fin al viaje del hombre. Pero yo
no conozco cosa semejante, ni vosotros tampoco.
Así, en París,
el hombre que se dispone a partir acaricia la idea de su viaje y no quisiera
haber llegado ya a su término. Durante el camino, espera ver.
En cuanto ha
subido al ferrocarril, habitualmente, echa de menos la diligencia de antaño,
la vista de los caballos, la voz del postillón, etc.
Si el
ferrocarril le abandona en mitad de su camino, y si termina la ruta en un
carruaje antiguo, piensa en las ventajas del ferrocarril. Encuentra muy lento
el antiguo carruaje, y, por regla general, desea la posta siguiente. Mil veces
he visto y cometido esta inocente bobería de desear la próxima aldea del
camino, como si en la parada me aguardase la felicidad.
Después del
relevo, como la felicidad no acude a la cita, se hace sentir el deseo de haber
llegado al mismo término del viaje; y, cuando tal se ha conseguido, cuando se
ha bajado definitivamente del carruaje, dibújase en el alma una impresión de
tristeza.
Es que la
esperanza, sea cual fuese, queda siempre burlada.
Queda burlada,
aun cuando resulte excedida. Pues si se ve excedida en un sentido, por la
brillantez exterior del espectáculo que se contempla, hállase engañada, en un
sentido más importante, por la ausencia de la plenitud que se buscaba.
Las orillas del
Rhin, las montañas de Suiza, pueden ser más bellas de lo que pensabas. Mas no
pueden producir en ti lo que esperabas, si esperabas la plenitud y la
satisfacción.
El hombre pasa
la vida experimentando esos sentimientos y siempre ignorándolos.
Ningún viaje le
muestra la realidad de las cosas. Y, sin embargo, cuando mira los esplendores
de la naturaleza, tiene una mirada y una añoranza para la vivienda que ha
abandonado, para la casa que es la del trabajo, para la casa donde, a menudo,
en las horas de fatiga, deseó la partida; para la casa adonde con frecuencia,
después de la partida, ha deseado el retorno. Y cuando vuelve, si no ha visto
en su viaje más que las cosas visibles, no lo garantizo contra una impresión de
tristeza. No será la que ha tenido, cuando ha llegado a tierra extranjera, será
otra. No será más la del viaje, será la del retorno.
No salgo
garante de que no le acometan deseos de partir nuevamente, a fin de ver otra
cosa, ni de que, una vez que haya partido, no desee volver, a fin de
encontrarse en su casa.
II
Sin ninguna
duda, se engaña, pues siempre busca sin que jamás encuentre. Pero en el fondo
de ese error, como en el fondo de todos los errores, habrá una verdad grande.
Esta verdad es la doble necesidad que de la ley general resulta, la necesidad
de satisfacer la alternativa universal, la necesidad de dilatarse y en seguida
la de encentrarse; necesidad del flujo y del reflujo.