Primera Estación
Jesús sentenciado a muerte.
No bastan sudor, desvelo,
cáliz, corona, flagelo,
todo un pueblo a escarnecerte.
Condenan tu cuerpo inerte,
manso Jesús de mi olvido,
a que, abierto y exprimido,
derrame toda su esencia.
Y a tan cobarde sentencia
prestas en silencio oído.
Y soy yo mismo quien dicto
esa sentencia villana.
De mis propios labios mana
ese negro veredicto.
Yo me declaro convicto.
Yo te negué con Simón.
Te vendí y te hice traición,
con Pilatos y con Judas.
Y aún mis culpas desanudas
y me brindas el perdón.
Segunda Estación
Jerusalén arde en fiestas.
Qué tremenda diversión
ver al Justo de Sión
cargar con la cruz a cuestas.
Sus espaldas curva, prestas
a tan sobrehumano exceso,
y, olvidándose del peso
que sobre su hombro gravita,
con caridad infinita
imprime en la cruz un beso.
Tú el suplicio y yo el regalo.
Yo la gloria y Tú la afrenta
abrazado a la violenta
carga de una cruz de palo.
Y así, sin un intervalo,
sin una pausa siquiera,
tal vivo mi vida entera
que por mí te has alistado
voluntario abanderado
de esa maciza bandera.
Tercera Estación
A tan bárbara congoja
y pesadumbre declinas,
y tus rodillas divinas
se hincan en la tierra roja.
Y no hay nadie que te acoja.
En vano un auxilio imploras.
Vibra en ráfagas sonoras
el látigo del blasfemo.
Y en un esfuerzo supremo
lentamente te incorporas.
Como el cordero que viera
Juan, el dulce evangelista,
así estás ante mi vista
tendido con tu bandera.
Tu mansedumbre a una fiera
venciera y humillaría.
Ya el Cordero se ofrecía
por el mundo y sus pecados.
Con mis pies atropellados
como a un estorbo le hería.
Cuarta Estación
Se ha abierto paso en las filas
una doliente Mujer.
Tu Madre te quiere ver
retratado en sus pupilas.
Lento, tu mirar destilas
y le hablas y la consuelas.
¡Cómo se rasgan las telas
de ese doble corazón!
¡Quién medirá la pasión
de esas dos almas gemelas!
¿Cuándo en el mundo se ha visto
tal escena de agonía?
Cristo llora por María.
María llora por Cristo.
¿Y yo, firme, lo resisto?
¿Mi alma ha de quedar ajena?
Nazareno, Nazarena,
dadme siquiera una poca
de esa doble pena loca,
que quiero penar mi pena.
Quinta Estación
Ya no es posible que siga
Jesús el arduo sendero.
Le rinde el plúmbeo madero.
Le acongoja la fatiga.
Mas la muchedumbre obliga
a que prosiga el cortejo.
Dure hasta el fin del festejo.
Y la muerte se detiene
ante Simón de Cirene,
que acude tardo y perplejo.
Pudiendo, Jesús, morir,
¿por qué apoyo solicitas?
Sin duda es que necesitas
vivir aún para sufrir.
Yo también quise vivir,
vivir siempre, vivir fuerte.
Y grité: -Aléjate, muerte.
Ven Tú, Jesús cireneo.
Ayúdame, que en ti creo
y aún es tiempo de ofenderte.
Sexta Estación
Fluye sangre de tus sienes
hasta cegarte los ojos.
Cubierto de hilillos rojos
el morado rostro tienes.
Y al contemplar cómo vienes,
una mujer se atraviesa,
te enjuga el rostro y te besa.
La llamaban la Verónica.
Y exacta tu faz agónica
en el lienzo queda impresa.
Si a imagen y semejanza
tuya, Señor, nos hiciste,
¡de tu imagen me reviste
firme a olvido y a mudanza.
Será mayor mi confianza
si en mi alma dejas la huella
de tu boca que nos sella
blancas promesas de paz,
de tu dolorida faz,
de tu mirada de estrella.
Séptima Estación
Largo es el camino y lento,
y el Cireneo se rinde.
Él se ha trazado una linde
en su oscuro pensamiento.
Mientras disputa violento,
deja que la cruz se hunda
total, maciza, profunda,
sobre aquel único hombro.
Y como un humano escombro
cae Jesús, por vez segunda.
¿Otra vez, Señor, en tierra,
abrazado a tu estandarte?
Ese insistente postrarte
¿qué oculto sentido encierra?
Mas ya te entiendo. En la guerra
por ti luchando, transido
caeré en tierra y malherido,
¿y no he de alzarme ya más?
Yo sé que Tú me darás
la mano, si te la pido.
Octava Estación
Qué vivo dolor aflige
a estas mujeres piadosas,
madres, hermanas, esposas,
sin culpa del crucifige.
Jesús a ellas se dirige.
Sus palabras, oídlas bien.
-Hijas de Jerusalén.
Llorad vuestro llanto, sí,
por vosotras, no por mí.
Por vuestros hijos también
Por nosotros mismos, cierto.
Pero ¿quién por ti no llora?
Haz que llore hora tras hora
por mi tibio y por ti yerto.
Riégame este estéril huerto.
Quiébrame esta torva frente.
Ábreme una vena ardiente
de dulce y amargo llanto,
y espanta de mí este espanto
de hallar cegada mi fuente.
Novena Estación
Ya caíste una, dos veces
la rota túnica pisas
y aún entre mofas y risas
tendido a mis pies te ofreces.
Yo no sé a quién me pareces,
a quién me aludes así.
No sé qué haces junto a mí,
derribado con tu leño.
Yo no sé si ha sido un sueño
O si es verdad que te vi.
Y yo caigo una, dos, tres,
y otra vez más, y otra, y tantas.
Siempre tus espaldas santas
me sirvieron de pavés.
Ahora siento bien cuál es
la razón de tus caídas.
Sí. Porque nuestras vencidas
almas no te tengan miedo
caes, oh humilde remedo,
y a abrazarte las convidas.
Décima Estación
Ya desnudan al que viste
a las rosas y a los lirios.
Martirio entre los martirios
y entre las tristezas triste.
Qué sonrojo te reviste,
cómo tu rostro demudas
ante aquellas manos crudas
que te arrancan los vestidos
de sangre y sudor teñidos
sobre tus carnes desnudas.
Bella lección de pudores
la que en este trance dictas,
tus candideces invictas
coloridas de rubores
Tú, que has teñido las flores
de tintas tan sonrosadas,
que en las castas alboradas
las nubes vistes de oro,
ay, devuélveme el tesoro
de mis flores marchitadas.
Undécima Estación
Por fin en la cruz te acuestas.
Te abren una y otra mano,
y un pie y otro soberano,
y a todo, manso, te prestas.
Luego entre Dimas y Gestas,
desencajado por crueles
distensiones de cordeles,
te clavan crucificado
y te punzan el costado
y te refrescan las hieles.
Y que esto llegue es preciso
y así todo se consuma,
y, a la carga que te abruma,
el cuello inclinas sumiso.
-Conmigo en el paraíso
serás hoy- al buen ladrón
prometes. Tierna lección
la de tus palabras ciertas.
Toma mis manos abiertas.
Tomas mis pies: tuyos son.
Duodécima Estación
Al pie de la cruz María
llora con la Magdalena,
y aquel a quien en la Cena
Sobre todos prefería.
Ya palmo a palmo se enfría
el dócil torso entreabierto.
Ya pende el cadáver yerto
como de la rama el fruto.
Cúbrete, cielo, de luto
porque ya la Vida ha muerto.
Profundo misterio. El Hijo
del Hombre, el que era la Luz
y la Vida muere en cruz,
en una cruz crucifijo.
Ya desde ahora te elijo
mi modelo en el estrecho
tránsito. Baja a mi lecho
el día que yo me muera,
y que mis manos de cera
te estrechen sobre mi pecho.
Penúltima Estación
He aquí helados, cristalinos
sobre el virginal regazo,
muertos ya para el abrazo,
aquellos miembros divinos.
Huyeron los asesinos.
Qué soledad sin colores.
Oh, Madre mía, no llores.
Cómo lloraba María.
La llaman desde aquel día
la Virgen de los Dolores.
¿Quién fue el escultor que pudo
dar morbidez al marfil?
¿Quién apuró su buril
en el prodigio desnudo?
Yo, Madre mía, fui el rudo
artífice, fui el profano
que modelé con mi mano
ese triunfo de la muerte
sobre el cual tu piedad vierte
cálidas perlas en vano.
Última Estación
Fue José el primer varón
que a Jesús tomó en sus brazos,
y otro José en tiernos lazos
le estrecha de compasión.
Con grave, infinita unción
el sagrado cuerpo baja
y en un lienzo le amortaja.
Luego le da sepultura
y una piedra en la abertura
de la roca viva encaja.
Como póstuma jornada
de tu vía de amargura,
admiro en la sepultura
tu heroica carne sellada.
Señor, ya no queda nada
por hacer. Señor, permite
que humildemente te imite,
que contigo viva y muera,
y en luz no perecedera,
que como Tú resucite.
Gerardo Diego