“Me gozo en las obras de tus manos”

Salmo 91, 5.

miércoles, 10 de junio de 2015

El viaje – Ernest Hello




I

Con frecuencia se ha comparado la vida con un viaje; no por ser añeja, ha dejado la comparación de ser justa.
La ilusión del deseo siéntese viajando más que en cualesquiera otras ocasiones. Durante el viaje, el hombre que desea y reflexiona acerca de su deseo, cae, si quiere, en flagrante delito de ilusión.
Estando en París, no se quisiera, ni aun cuando fuese cosa po­sible, suprimir el camino y llegar sin viaje al término del viaje. Se quiere, como la paloma de la Fontaine, ver...
¿Ver, qué?
No sé nada de eso, ni vosotros tampoco.
Si una cosa existiera acá abajo que valiese de por sí la pena de ser buscada por sí misma, esa cosa dispensaría de buscar otras y pondría fin al viaje del hombre. Pero yo no conozco cosa semejante, ni vosotros tampoco.
Así, en París, el hombre que se dispone a partir acaricia la idea de su viaje y no quisiera haber llegado ya a su término. Durante el camino, espera ver.
En cuanto ha subido al ferrocarril, habitualmente, echa de me­nos la diligencia de antaño, la vista de los caballos, la voz del pos­tillón, etc.
Si el ferrocarril le abandona en mitad de su camino, y si ter­mina la ruta en un carruaje antiguo, piensa en las ventajas del ferrocarril. Encuentra muy lento el antiguo carruaje, y, por regla general, desea la posta siguiente. Mil veces he visto y cometido esta inocente bobería de desear la próxima aldea del camino, como si en la parada me aguardase la felicidad.
Después del relevo, como la felicidad no acude a la cita, se hace sentir el deseo de haber llegado al mismo término del viaje; y, cuando tal se ha conseguido, cuando se ha bajado definitivamente del carruaje, dibújase en el alma una impresión de tristeza.
Es que la esperanza, sea cual fuese, queda siempre burlada.
Queda burlada, aun cuando resulte excedida. Pues si se ve excedida en un sentido, por la brillantez exterior del espectáculo que se contempla, hállase engañada, en un sentido más importante, por la ausencia de la plenitud que se buscaba.
Las orillas del Rhin, las montañas de Suiza, pueden ser más bellas de lo que pensabas. Mas no pueden producir en ti lo que esperabas, si esperabas la plenitud y la satisfacción.
El hombre pasa la vida experimentando esos sentimientos y siempre ignorándolos.
Ningún viaje le muestra la realidad de las cosas. Y, sin embargo, cuando mira los esplendores de la naturaleza, tiene una mirada y una añoranza para la vivienda que ha abandonado, para la casa que es la del trabajo, para la casa donde, a menudo, en las horas de fatiga, deseó la partida; para la casa adonde con frecuencia, después de la partida, ha deseado el retorno. Y cuando vuelve, si no ha visto en su viaje más que las cosas visibles, no lo garantizo contra una impresión de tristeza. No será la que ha tenido, cuando ha llegado a tierra extranjera, será otra. No será más la del viaje, será la del retorno.
No salgo garante de que no le acometan deseos de partir nuevamente, a fin de ver otra cosa, ni de que, una vez que haya partido, no desee volver, a fin de encontrarse en su casa.

II

Sin ninguna duda, se engaña, pues siempre busca sin que jamás encuentre. Pero en el fondo de ese error, como en el fondo de todos los errores, habrá una verdad grande. Esta verdad es la doble necesidad que de la ley general resulta, la necesidad de satisfacer la alternativa universal, la necesidad de dilatarse y en seguida la de encentrarse; necesidad del flujo y del reflujo.


Esta es la necesidad del corazón y de la sangre del hombre; esta es la necesidad del día y de la noche; ésta es la necesidad de todas las armonías que quieren silencio en mitad de sus palabras; ésta es la necesidad del Océano, que, con el vaivén de sus movedizas cóleras, mantiene la vida del mundo, la vida de esta tierra a la cual baña, riega, acaricia, golpea y devora.
El amor del flujo y reflujo es lo que nos conduce a orillas del mar. La necesidad del flujo y del reflujo es lo que nos ha sacado de nuestra casa y nos ha mandado a ver el flujo y el reflujo del mar, imagen del nuestro.

III

Pues, ya que el hombre que va y vuelve obedece, en su doble movimiento, a una necesidad verdadera, ¿por qué está engañado? ¿Por qué no halla la satisfacción? Es que, en vez de buscarla en el mundo invisible, la busca en el mundo visible.
Es que, en vez de buscarla en la ley invisible y viviente, de la cual es símbolo el mundo, la busca en la creación misma, que simboliza la ley, pero no la constituye.
Aquel a quien busca es Aquel que Es.

Aquel es el único necesario, y el malestar inquieto que nos arrastra por todos los caminos, no es otra cosa que el sentimiento y el dolor de su ausencia.
Pero el Mont Blanc, atravesado y traspasado, no le muestra, en el nuevo horizonte, a los ávidos ojos del viajero. La nieve virgen que cubre el último pico del Himalaya, la nieve inaccesible, la nieve que no se deja tocar por la mano ni admirar por la mirada, aquella misma nieve no ha visto su rostro.
Pues, si le hubiese visto, se habría convertido en arroyo de fuego.

IV

Si e1 viaje es una decepción y aun parece resumir bastante bien las decepciones de toda la vida, cuando se le pide lo que no contiene –es decir, el término y la dicha—, puede responder a la espera si le pedimos lo que posee, esto es, símbolos y medios, en vez de un fin.
El viaje tiene la ventaja preciosa de ofrecer a nuestras miradas, numerosos y diversos materiales; de presentar la vida bajo una luz nueva, de romper forzadamente los hábitos, de renovar en cierta medida la sangre, de aumentar las provisiones del hombre.
Pues somos tan pobres, que necesitamos mendigar por dondequiera: mendigamos el pan del cuerpo y el pan de la inteligencia.
Y cuando un país nos ofrece sus producciones, sus paisajes, sus costumbres, sus conversaciones, sus auxilios, sus ideas y su lenguaje, todos los días durante algún tiempo; cuando nos suministra el aire y el pan, todos los días durante algún tiempo, dicho país está para nosotros agotado y necesitamos ir a mendigar a otra parte. Y cuando hemos atravesado una nueva comarca, nos parece a su vez agotada. Somos grandes hasta el punto de que nada basta para alimentamos, y miserables hasta el punto de tener que recurrir incesantemente a esas cosas insuficientes, y tener que renovar dichas provisiones que se agotan así que están hechas.
Dícese con frecuencia que el viaje instruye, y, en el sentido en que se toma esta palabra, se dice una necedad enorme. Pues, en general, por instrucción se entiende el conocimiento pesado, estéril y confuso de hechos numerosos y desordenados.
Así entendida, la instrucción que da el viaje sirve para que en la conversación hagan el gasto aquellos botarates que siempre se alimentan con el relato de los hechos. Instrucción semejante, da a quien tiene la desdicha de poseerla el triste poder de aplastar a su auditorio, bajo el peso de los incidentes de que él ha sido héroe. Dicha instrucción, cuando es algo abundante, es temible, y, cuando la ocasión se ofrezca, os invito a tomar las debidas precauciones. Dicha instrucción es vanidosa, pues el amor propio halla por dondequiera su sitio, aun en un accidente de carruaje. Hay gentes que están orgullosas de la desgracia que les sucede. Hay otras orgullosas de la desdicha que no les ha llegado. Otras hay enorgullecidas también de haber contemplado hermosos paisajes, las cuales acaban por figurarse que la creación es obra suya, y que la gloria de la belleza de ésta debe recaer legítimamente en ellos.
Dicha instrucción no es solamente vanidosa, es feroz. Quiere Oyentes, esto es, víctimas. Trata de restablecer los sacrificios humanos, y con frecuencia es una cosa horrible tener tratos con un hombre que ha viajado mucho.
Pero si el viaje da a los necios una instrucción que aumenta su necedad, puede dar a los demás una instrucción que obre en sentido contrario. Cada hombre saca de los hechos y de las cosas un jugo que no es producto de los hechos ni de las cosas, sino de su propia naturaleza. Ahora bien, todas las naturalezas hállanse afectadas diversamente por las influencias exteriores. Lo que a uno arruina, enriquece a otro. Lo que pierde a un hombre, salva a su vecino. Todo lo que sucede a un necio aumenta su necedad. Todo lo sucede a un hombre vanidoso aumenta su vanidad.
El viaje, sobre todo, por la multiplicidad y flexibilidad de los elementos que lo componen, se presta dócilmente a las impresiones para cuya recepción el hombre es apto. Si cien mil hombres hacen el mismo viaje, ninguno de ellos habrá hecho el mismo viaje que su prójimo; ninguno de ellos habrá visto, ni hecho, ni sentido, ni comprendido, ni buscado, ni encontrado, ni amado, ni odiado, ni admirado las mismas cosas.
Si llegaran todos juntos a la orilla del mar, muchos de ellos bajarían inmediatamente la cabeza, e inmediatamente dedicarían a la busca de menudas conchas sus ojos atemorizados por la extensión del Océano. Hay ojos y espíritus, que ante la grandeza, vuelven instintivamente la espalda, y se tranquilizan buscando el otro aspecto del cuadro, el aspecto de las cosas pequeñas consideradas aisladamente.
Hay hombres que piden a la brizna de hierba un socorro contra el cedro del Líbano, y al guijarro de la playa un consuelo contra la grandeza incómoda del mar, en vez de admirar a éste y a aquéllos con la misma mirada.
La primera mirada de estos hombres siempre se consagra al pormenor. Seguid bien aquella mirada que huye del cielo y del mar y busca un microscopio para estudiar la brizna de hierba que crece junio a un peñasco. Cuando el hombre que posea aquella mirada vuelva a París, en presencia del genio, mirará la forma de un sombrero, y, en las obras geniales, contará las comas, con la esperanza de que falte una.
Ciertamente, la grandeza del espacio es figura de otra grandeza. Comoes cierto que la cima de una montaña, por el horizonte que nos descubre, nos habla de nuestra liberación. De ahí nuestra emoción. Esa emoción fuera estúpida si alcanzara tan sólo a una mayor masa de tierra descubierta. No es estúpida porque el horizonte que retrocede obliga a los muros de nuestra cárcel a retroceder con él, y, en presencia de la extensión, nuestra alegría es profunda. Es profunda porque es simbólica. Estamos hechos para lo inmenso, y nuestra alma se dilata cuando el cielo y el mar se agrandan ante nuestros ojos. Nada sería esa grandeza, si estuviese sola; pero nos habla de la otra, y he ahí el mérito del espacio. Así, las ruinas seculares nos hablan de la eternidad, y he ahí el mérito del tiempo.
El horizonte nos habla de lo que no tiene límite, y he ahí el mérito del horizonte.
El viaje es una caza a través de los horizontes; y he ahí el mérito del viaje.

V

El horizonte arroja una condenación sobre la estupidez humana, que quisiera yo poner en claro.
Los necios temen siempre ocuparse en cosas serias, por miedo de fatigarse; fatíganse horriblemente pensando en naderías. Se agotan en esfuerzos continuos y estériles, y, como esos esfuerzos recaen en cosas insignificantes, no los temen. Si los mismos esfuerzos tuviesen un gran fin, los hombres de quienes hablo, volverían la espalda, diciendo: “Eso no me importa”. Se imponen de buen grado suplicios terribles, mientras que dichos suplicios sean a la vez estúpidos y estériles, mientras que se trate de su rincón del hogar, de las horas de sus comidas, de las disputas que tuvieron la mucama y la cocinera; mientras se trate de habladurías y disputas de comadres; mientras se trate de nada. El burgués consiente en fatigarse sin medida, mientras lo que llama su casa sea el teatro de su lucha imbécil; moriríase de pena, mientras su casa fuese el teatro de su agonía.
Negaríase a dar veinte pasos, si se tratara de prestar un servicio a alguien o a algo.
El imbécil temería fatigarse. El, que lleva día y noche, sin jamás cansarse, el más terrible de los yugos, su propio yugo.
Ahora bien, he ahí lo que dice el horizonte.
El ojo del hombre se hizo para el espacio. Colocad un objeto muy cerca del ojo; el ojo no ve, ni distinguir ni reconocer puede. Si tenéis una pared blanca a algunos pasos de vuestra ventana, vuestro ojo distingue, pero se fatiga; se detiene su acción: la vista es demasiado corta, el órgano está falto de ejercicio.
Id a la campiña; vuestros ojos descansan porque se ensancha el horizonte y porque los colores son variados. Trepad a una montaña; el descanso de vuestros ojos aumenta a medida del panorama que se descubre. Ved, finalmente, el mar; aun a pesar vuestro, vuestros ojos se tranquilizan y depuran; gozan profundamente del límite remoto; el cielo y el mar les imponen el descanso.
He ahí lo que dice el horizonte.
Muy de cerca, el objeto mirado ciega el ojo; harto aproximado, le fatiga; lejano, le descansa; inmenso, le cautiva con transporte.
Y la vista física es imagen de la otra.
El alcance es lo que hace la mirada bella, lo que la hace tranquila, lo que la hace soberana, lo que la hace pura.


Ernest Hello, “EL HOMBRE. La vida. La ciencia. El arte”. Editorial Difusión,  Buenos Aires, 1946.