Estaba el sol entonces coronado
De largas puntas de diamantes finos,
Y, en medio de su curso levantado,
Los montes abrasaban Palestinos.
Miguel, viendo a su Dios crucificado,
Desnudo ante los bárbaros indignos.
Con hidalga vergüenza y noble celo
Baja del cielo empíreo al cuarto cielo:
Y a los fuertes caballos rutilantes
Que echaban fuego por las bocas de oro,
Las ruedas volteando coruscantes
Que dan al mundo nuevo gran tesoro;
Los encendidos frenos radiantes,
Sin guardar al planeta más decoro,
Asía con la una mano valerosa,
Y con otra la maquina espantosa.
Y el carro así parado, alzó los ojos
Al sol, que con mil ojos le miraba,
Y fulminando por la vista enojos.
El fin de sus intentos aguardaba:
Abriendo, pues, Miguel sus labios rojos,
Con voz le dijo resonante y brava,
Increpando al planeta excelsamente,
Porque daba su luz resplandeciente:
"¿Es posible inmortal, noble criatura,
Que miras a tu Dios en cruz desnudo,
Y ofreces luz a aquella gente dura
Que sin miedo en la cruz ponerlo pudo?
Cubra tu clara faz de noche oscura.
Con razón fiera y con verdad sañudo,
Desate el mundo así sus gruesas nieblas,
Y a su Creador conozca en tus tinieblas.
Dijo y el sol avergonzado luego,
Sus rayos en sí propios recogidos,
Negó su bella lumbre al mundo ciego
Por dejar a los hombres confundidos:
Espantóse el romano, admiró al griego,
Ambos en esta ciencia esclarecidos,
Ver un eclipse tal, y el crudo hebreo
Se quedó pertinaz en su deseo.
Fray Diego de Hojeda
(Gentileza de Aldo H. Delorenzi)