“El Paseo” de Robert Walser
EL CIELO DE LOS NIÑOS
EL CIELO DE LOS NIÑOS
¿Es un detrito de romanticismo lo que turbó la vida y el camino del paseante Robert Walser? En todo caso, si, debido a una formación no católica, no dio en conocer la lucha contra el mal teológico, la enfermedad del hombre y su origen, es su gran mérito y salvación no haber deseado ninguna clase de poder, no haber llevado una vida manipuladora o “táctica”, no haberse envanecido ni desear acomodarse entre los oropeles del mundo, haber deseado ser antes pequeño que grande. ¿Hay cobardía en esas bajas miras, o hay humildad, hay incapacidad personal o enfermedad, hay irresponsabilidad o virtud? Hay en su relato “El Paseo” no sólo un poeta, sino un niño agradecido y a la vez triste, feliz cuando escribe y ama, pero infeliz en el fondo por no ser correspondido en la misma medida. “El Paseo” es una de las mejores respuestas para las preguntas que se han planteado, una respuesta nada enfática pero clara y segura para quien se adentre en él acompañando a su autor.
“Si tú, querido, ponderado lector, te tomas la molestia de avanzar minuciosamente con el escritor e inventor de estas líneas por el luminoso y amable mundo matinal”: Sencillez la suya que se horroriza ante la “burda jactancia” y cualquier rasgo de ostentación vulgar y ruin, como el escaparate de una panadería. Walser desea la “antigua sobriedad”: “al diablo con el ansia miserable de parecer más de lo que se es”. Walser quiere ser y parecer lo que es, como el pan. De allí su indignación ante una panadería ostentosa y estrafalaria.
“Por lo demás, en lo que respecta al aspecto señorial y el gesto soberano enseguida me daré a mí mismo un repaso, como pronto se apreciará. Ya se verá de qué modo. No estaría bien criticar a otros sin compasión y querer tratarme a mí mismo con delicadeza y tan cuidadosamente como sea posible. Un crítico que tal hace no es auténtico, y los escritores no deben abusar de la escritura”. Agrega una última frase al párrafo para disminuir el aire sentencioso –pero justo- de lo que acaba de decir mediante la ironía: “Espero que esta frase guste en general, despierte satisfacción y halle cálido aplauso”.
Un pensamiento que a W. – o al paseante- le viene al mirar cómo juegan unos niños: “Los niños son celestiales porque siempre están como en una especie de cielo” (y el auténtico poeta, decimos nosotros, así está mientras escribe, por eso no es verdadero poeta quien no ve estas cosas, no lo es quien no ama a los niños, quien especula sobre cuestiones de poder, como...El lector ponga el nombre que conozca y prefiera). “Cuando se hacen mayores y crecen se les escapa el cielo, y caen desde la infancia a la seca y calculadora esencia y a las aburridas concepciones de los adultos” (“calculadora” es la palabra exacta para designar la mentalidad anti-poética y anti-cristiana).
“Amo el reposo y todo lo que reposa”, nos dice quien seguramente hubiera despreciado el cine, porque no reposa nunca y lo somete a uno a una duración que no es la propia para observar las cosas. “Amo el ahorro y la moderación y soy contrario en el nombre de Dios en lo más hondo de mi ser a toda prisa y todo atosigamiento”, y sigue esto que los tiempos que vivimos ya no comprenden ni comprenderán: “Es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie. Suponiendo que zapatos y botas estén en condiciones”. Desde luego, esto puede decirse en lugares y tiempos donde eso era posible (Suiza 90 años atrás), no en este desdichada y modernísima urbe donde uno no puede sino sentirse permanentemente desterrado, por permisión de Dios.
Pero W. no es nostalgioso ni busca ser verosimilista, es decir, exacto. Antes bien, mete por ahí un personaje estrafalario y fantástico (un gigante) que parece desarticular ese encantador paseo; es como si el carácter oscuro y trágico y cruel e la vida se le mezclara a W. a pesar de todo, como si esa paz con que sale al encuentro de las cosas en el pueblo y la campaña nunca pudiera ser completa.
Los mejores pasajes, en nuestra sencilla opinión, se refieren al refugio proporcionado por el bosque, donde llega a encontrarse un alma que se nos muestra plena de gratitud:
“Si tú, querido, ponderado lector, te tomas la molestia de avanzar minuciosamente con el escritor e inventor de estas líneas por el luminoso y amable mundo matinal”: Sencillez la suya que se horroriza ante la “burda jactancia” y cualquier rasgo de ostentación vulgar y ruin, como el escaparate de una panadería. Walser desea la “antigua sobriedad”: “al diablo con el ansia miserable de parecer más de lo que se es”. Walser quiere ser y parecer lo que es, como el pan. De allí su indignación ante una panadería ostentosa y estrafalaria.
“Por lo demás, en lo que respecta al aspecto señorial y el gesto soberano enseguida me daré a mí mismo un repaso, como pronto se apreciará. Ya se verá de qué modo. No estaría bien criticar a otros sin compasión y querer tratarme a mí mismo con delicadeza y tan cuidadosamente como sea posible. Un crítico que tal hace no es auténtico, y los escritores no deben abusar de la escritura”. Agrega una última frase al párrafo para disminuir el aire sentencioso –pero justo- de lo que acaba de decir mediante la ironía: “Espero que esta frase guste en general, despierte satisfacción y halle cálido aplauso”.
Un pensamiento que a W. – o al paseante- le viene al mirar cómo juegan unos niños: “Los niños son celestiales porque siempre están como en una especie de cielo” (y el auténtico poeta, decimos nosotros, así está mientras escribe, por eso no es verdadero poeta quien no ve estas cosas, no lo es quien no ama a los niños, quien especula sobre cuestiones de poder, como...El lector ponga el nombre que conozca y prefiera). “Cuando se hacen mayores y crecen se les escapa el cielo, y caen desde la infancia a la seca y calculadora esencia y a las aburridas concepciones de los adultos” (“calculadora” es la palabra exacta para designar la mentalidad anti-poética y anti-cristiana).
“Amo el reposo y todo lo que reposa”, nos dice quien seguramente hubiera despreciado el cine, porque no reposa nunca y lo somete a uno a una duración que no es la propia para observar las cosas. “Amo el ahorro y la moderación y soy contrario en el nombre de Dios en lo más hondo de mi ser a toda prisa y todo atosigamiento”, y sigue esto que los tiempos que vivimos ya no comprenden ni comprenderán: “Es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie. Suponiendo que zapatos y botas estén en condiciones”. Desde luego, esto puede decirse en lugares y tiempos donde eso era posible (Suiza 90 años atrás), no en este desdichada y modernísima urbe donde uno no puede sino sentirse permanentemente desterrado, por permisión de Dios.
Pero W. no es nostalgioso ni busca ser verosimilista, es decir, exacto. Antes bien, mete por ahí un personaje estrafalario y fantástico (un gigante) que parece desarticular ese encantador paseo; es como si el carácter oscuro y trágico y cruel e la vida se le mezclara a W. a pesar de todo, como si esa paz con que sale al encuentro de las cosas en el pueblo y la campaña nunca pudiera ser completa.
Los mejores pasajes, en nuestra sencilla opinión, se refieren al refugio proporcionado por el bosque, donde llega a encontrarse un alma que se nos muestra plena de gratitud:
“El suelo del bosque y el del camino eran como una alfombra, y en el interior del bosque reinaba el silencio como en un alma humana feliz, como en el interior de un templo, como en un palacio y en castillos de cuento hechizados y soñados, como en el castillo de la bella Durmiente, donde todo duerme y calla desde hace cientos de largos años. Me adentré más en él, y quizá me adorne [otro gesto de humor para disminuir el sesgo emocional de su confesión y evitar la solemnidad abrumadora en el lector] demasiado si digo que me sentía como un príncipe de dorados cabellos, con el cuerpo recubierto de guerrera armadura. Había tal solemnidad en el bosque que imaginaciones grandiosas y bellas se apoderaban por sí solas del sensible paseante. ¡Qué feliz me hacían el dulce silencio y la tranquilidad del bosque! De vez en cuando, algún débil ruido del exterior penetraba en la amable soledad y atractiva oscuridad, por ejemplo un golpe, un silbido o un rumor cuyo lejano eco aumentaba aun más la falta de rumores reinante, que yo respiraba a placer y cuyo efecto bebía y sorbía en toda regla. Aquí y allá, en medio de toda esa quietud y toda esa calma, un pájaro dejaba oír su alegre voz desde su atractivo y sagrado escondite. Yo me detenía y escuchaba, y de repente se apoderó de mí un inefable sentimiento del mundo y una sensación de gratitud, unida a él, que brotaba del alma con violencia. Los abetos se alzaban rectos como columnas, y nada se movía lo más mínimo en el amplio y delicado bosque, por el que toda clase de inaudibles voces parecían cruzar y resonar. Los sonidos del mundo primitivo llegaron, no sé de dónde, hasta mi oído. “Oh, con gusto, si ha de ser, quiero acabar y morir. Un recuerdo me hará feliz aun en la tumba, y una gratitud me animará en la Muerte; una acción de gracias por los goces, por la alegría, por el éxtasis; una acción de gracias por la vida y una alegría por la alegría”. Se oyó un ligero susurro que bajaba siseando desde las copas de los abetos. “Amar y besar tendría que ser divino aquí”, me dije. Los pasos descalzos en el suelo agradable se volvieron placer, y el silencio encendía oraciones en el alma sintiente. “Estar muerto aquí, y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra del bosque, tendría que ser dulce. ¡Ah, si se pudiera sentir y gozar de la Muerte en la Muerte! Quizá es así. Sería hermoso tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila. Quizá oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí. Lo desearía”. Espléndida, una columna de rayos de sol cayó en el bosque entre troncos de encina, pareciéndome una verde y amable sepultura. Pronto volví a salir al aire luminoso y a la vida”.
Hermosa y necesaria última línea. W. encontraba amable hasta a la muerte, ¿sería por eso que no tenía lugar en el mundo? Buscaba ese lugar que era la Iglesia sin saberlo, y encontró su refugio en el gran templo del bosque, y luego en el asilo psiquiátrico, refugio del mundo devenido en infierno. Presentimiento de la muerte como verdadera vida.
Luego, el paseante despacha una carta, “justiciera” y vindicativa, por la cual pone fin a una relación laboral o “económica”, arrepintiéndose luego de tan desafiante y poco modesta misiva, aunque luego entiende que aquello no causará tanto alboroto en quien lo reciba:
“Muy señor mío:
Este peculiar tratamiento podrá darle la certeza de que el remitente le muestra absoluta frialdad. Sé que no es de esperar respeto por mí de usted y de los que son como usted; porque usted, y los que son como usted, tienen una desmedida opinión de sí mismos, que les impide comportarse con inteligencia y consideración. Sé con certeza que usted forma parte de esas gentes que se creen grandes por ser irrespetuosos y descorteses, que se creen poderosas porque disfrutan de protección. Y que se creen sabias porque se le ocurre la palabrita “sabio”. La gente como usted se atreve a ser dura, descarada, grosera y violenta frente a la pobreza y frente a la desprotección. La gente como usted posee la extraordinaria sabiduría de creer que es necesario estar en lo más alto en todo, poseer un gran peso en todas partes y triunfar a todas las horas del día. La gente como usted no se da cuenta de que eso es necio, de que no entra dentro de lo posible ni puede ser deseable”. Agrega tras la carta W: “Ahora que la había confiado al correo para su transporte y entrega, casi me arrepentía de esta carta de bandolero, que casi quería parecerme perjudicial; porque nada menos que a una persona de influencia y mando le había anunciado de modo tan ideal, provocando encarnizado estado de guerra, la ruptura de relaciones diplomáticas; o mejor: económicas”.
Luego, el paseante despacha una carta, “justiciera” y vindicativa, por la cual pone fin a una relación laboral o “económica”, arrepintiéndose luego de tan desafiante y poco modesta misiva, aunque luego entiende que aquello no causará tanto alboroto en quien lo reciba:
“Muy señor mío:
Este peculiar tratamiento podrá darle la certeza de que el remitente le muestra absoluta frialdad. Sé que no es de esperar respeto por mí de usted y de los que son como usted; porque usted, y los que son como usted, tienen una desmedida opinión de sí mismos, que les impide comportarse con inteligencia y consideración. Sé con certeza que usted forma parte de esas gentes que se creen grandes por ser irrespetuosos y descorteses, que se creen poderosas porque disfrutan de protección. Y que se creen sabias porque se le ocurre la palabrita “sabio”. La gente como usted se atreve a ser dura, descarada, grosera y violenta frente a la pobreza y frente a la desprotección. La gente como usted posee la extraordinaria sabiduría de creer que es necesario estar en lo más alto en todo, poseer un gran peso en todas partes y triunfar a todas las horas del día. La gente como usted no se da cuenta de que eso es necio, de que no entra dentro de lo posible ni puede ser deseable”. Agrega tras la carta W: “Ahora que la había confiado al correo para su transporte y entrega, casi me arrepentía de esta carta de bandolero, que casi quería parecerme perjudicial; porque nada menos que a una persona de influencia y mando le había anunciado de modo tan ideal, provocando encarnizado estado de guerra, la ruptura de relaciones diplomáticas; o mejor: económicas”.
Más adelante, ante el fisco, el paseante se ve obligado a hacer una declaración que es toda una confesión del mismo W. y de muchos más, como que podemos suscribirla:
“Naturalmente, en mí no se puede apreciar ni hallar rastro de cualquier acumulación patrimonial. Constato esto muy a pesar mío, sin por otra parte desesperarme ni llorar ante el lamentable hecho. Me las voy arreglado, como suele decirse. No practico lujo alguno; eso puede usted verlo con sólo mirarme. La comida que como puede calificarse de suficiente y escasa. Se le habrá ocurrido creer que soy dueño y administrador de múltiples ingresos; pero me veo obligado a salir cortés, pero decididamente al paso de esta creencia y de todas estas sospechas y decir la sencilla y desnuda verdad, y esta es en todo caso que estoy libre de riquezas, pero en cambio cargado de toda clase de pobreza, de lo que tendrá la bondad de tomar nota. Los domingos no me puedo dejar ver en la calle, porque no tengo ropa de domingo. En lo que respecta a vida sólida y ahorrativa, recuerdo a un ratón de campo. Un gorrión tiene más expectativas de convertirse en acomodado que el presente informante y contribuyente. He escrito libros que por desgracia no han gustado al público, y las consecuencias de ello son angustiosas. No dudo ni por un momento de que usted lo apreciará y en consecuencia entenderá mi situación financiera. No poseo posición ni prestigio social; eso es claro como el sol. Obligaciones para con un hombre como yo no parece haber ninguna. El vivo interés por las bellas letras se da de manera en extremo escasa, y la crítica implacable que todo el mundo cree poder ejercer y cultivar sobre nuestra obre constituye otra fuerte causa de daño y frena como una zapata la realización de cualquier modesto bienestar. Sin duda hay bondadosos benefactores y amables benefactoras que me apoyan del modo más noble de vez en cuando, pero un donativo no es un ingreso, y un apoyo no es un patrimonio. Por todas estas razones, elocuentes y sin duda convincentes, mi estimado señor, quisiera solicitarle que prescinda de todo aumento de impuestos como el que me ha anunciado, y tengo que rogarle, cuando no conminarle a ello, que estime mi capacidad de pago tan bajo como sea posible.
El señor director o señor tasador dijo:
-¡Pero siempre se le ve paseando!
-Pasear –respondí yo- me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. (...) De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo los lindos paseos, por cortos que sean. Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo. Piense cómo el poeta ha de empobrecerse y fracasar de forma lamentable si la hermosa naturaleza maternal y paternal e infantil no le refresca una y otra vez con la fuente de lo bueno y de lo hermoso. Piense cómo para el poeta la instrucción y la sagrada y dorada enseñanza que obtiene ahí fuera, al juguetón aire libre, son una y otra vez de la mayor importancia. Sin el paseo y sin la contemplación de la naturaleza a él vinculada, sin esa indagación tan agradable como llena de advertencias, me siento como perdido y lo estoy de hecho. Con supremo cariño y atención ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas vivas, ya sea un niño, un perro, un mosquito, una mariposa, un gorrión, un gusano, una flor, un hombre, una casa, un árbol, un arbusto, un caracol, un rostro, una nube, una montaña, una hoja o tan sólo un pobre y desechado trozo de papel de escribir, en el que quizá un buen escolar ha escrito sus primeras e inconexas letras. Las cosas más elevadas y las más bajas, las más serias y las más graciosas, le son por igual queridas y bellas y valiosas. No puede llevar consigo ninguna clase de sensible amor propio y sensibilidad. Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresada y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias, privaciones, como el bravo, servicial y dispuesto al sacrificio soldado en campaña. De otro modo, pasea tan sólo con media atención y medio espíritu, y eso no vale nada. Tiene que ser en todo momento de compasión, de identificación y de entusiasmo, y ojalá que lo sea. Tiene que alzarse a elevado arrebato y hundirse y saber descender a la más profunda y mínima contrariedad, y probablemente sale. Pero ese fiel y entregado disolverse y perderse en los objetos y ese celoso amor por todas las manifestaciones y cosas lo hacen feliz, como todo cumplimiento de obligación hace feliz y rico en lo más íntimo a quien tiene una obligación que cumplir. Espíritu, entrega y fidelidad lo satisfacen y elevan sobre su propia e insignificante persona de paseante, que con demasiada frecuencia tiene reputación y mala fama de vagabundeo e inútil pérdida de tiempo”.
El señor director o señor tasador dijo:
-¡Pero siempre se le ve paseando!
-Pasear –respondí yo- me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. (...) De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo los lindos paseos, por cortos que sean. Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo. Piense cómo el poeta ha de empobrecerse y fracasar de forma lamentable si la hermosa naturaleza maternal y paternal e infantil no le refresca una y otra vez con la fuente de lo bueno y de lo hermoso. Piense cómo para el poeta la instrucción y la sagrada y dorada enseñanza que obtiene ahí fuera, al juguetón aire libre, son una y otra vez de la mayor importancia. Sin el paseo y sin la contemplación de la naturaleza a él vinculada, sin esa indagación tan agradable como llena de advertencias, me siento como perdido y lo estoy de hecho. Con supremo cariño y atención ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas vivas, ya sea un niño, un perro, un mosquito, una mariposa, un gorrión, un gusano, una flor, un hombre, una casa, un árbol, un arbusto, un caracol, un rostro, una nube, una montaña, una hoja o tan sólo un pobre y desechado trozo de papel de escribir, en el que quizá un buen escolar ha escrito sus primeras e inconexas letras. Las cosas más elevadas y las más bajas, las más serias y las más graciosas, le son por igual queridas y bellas y valiosas. No puede llevar consigo ninguna clase de sensible amor propio y sensibilidad. Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresada y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias, privaciones, como el bravo, servicial y dispuesto al sacrificio soldado en campaña. De otro modo, pasea tan sólo con media atención y medio espíritu, y eso no vale nada. Tiene que ser en todo momento de compasión, de identificación y de entusiasmo, y ojalá que lo sea. Tiene que alzarse a elevado arrebato y hundirse y saber descender a la más profunda y mínima contrariedad, y probablemente sale. Pero ese fiel y entregado disolverse y perderse en los objetos y ese celoso amor por todas las manifestaciones y cosas lo hacen feliz, como todo cumplimiento de obligación hace feliz y rico en lo más íntimo a quien tiene una obligación que cumplir. Espíritu, entrega y fidelidad lo satisfacen y elevan sobre su propia e insignificante persona de paseante, que con demasiada frecuencia tiene reputación y mala fama de vagabundeo e inútil pérdida de tiempo”.
He ahí un manifiesto sobre la poesía y los poetas, poeta que lo es en la medida en que descubre la poesía en lo que lo rodea, y sobre la forma y predisposición del crítico a la hora de leer y juzgar la obra. Se trata de saber contemplar, y para ello uno debe antes despojarse del propio vano interés.
Continúan en este librito páginas que son pura poesía, prosa de una expresión gentil y profunda y luminosa como tarde de verano lejos de la gran ciudad. No es W. un esteta, sino en el fondo un alma religiosa que camina impelido por una necesidad ineludible por senderos laterales. De algún modo es un pintor que escribe y que desea eternizar lo que ve con sentido admirativo y respetuoso. Actitudes impensables hoy en día.
Dice Kierkegaard que “un poeta, por lo general, es una excepción”, y que éste representa ”el tránsito hacia las auténticas excepciones aristocráticas, esto es, las religiosas”. Careciente de la religión, W. se refugió de la marea del mundo moderno que empezaba a triunfar en todas partes, en la poesía que le suscitaban los bosques alpinos de su pequeña Suiza y, más tarde, los alrededores de la clínica psiquiátrica que lo albergó durante sus últimos veintitrés años. Enajenado como Van Gogh, precisamente por carecer del centro unificador e inmóvil del catolicismo, en una sociedad protestante incapaz de darle cobijo, errabundo y ermitaño, pobre invariablemente, tironeado entre el paseo romántico y la búsqueda de precisión y concisión, quiso extender ese cielo de los niños que se pierde en esta vida para recuperarlo en la otra. Esa nostalgia que acompaña la obra pequeña de Walser es el misterio que custodian hasta el fin los artistas verdaderos.